La carroza cambia de jardín al mismo ritmo que ya no se escuchan los disparos a hurtadillas, los mayordomos cayendo al ritmo vaquero de Julius. Dilma dejó de llamarlo, de rescatar a Celso, a Carlos, a todos, de las garras de la infancia que son la razón de ser de una microsociedad injusta tras las verjas del palacete. Demasiadas páginas sin Cinthia, sin el calor de lo que daría la temperatura a cuatrocientas páginas sin alma, con la infancia en soledad, con el descubrimiento sin parientes, sin aliados. La historia de Julius hasta la frontera donde el impúber se ve sustraido de su casta inocencia transcurre sin alma, un principito limeño arropado por los expulsado del diminuto paraíso que todo lo tiene, que los convierte en élite del vacío, viviendo en la penumbra de la riqueza, sintiendo las migajas como su legítima parte del banquete. Julius, línea tras línea, en medio, como un Peter Pan en blanco y negro.
Julius desaparece frente a un mundo en continua despreocupación, donde las preocupaciones se centran en la organización de vacaciones dentro de las vacaciones, festejos, golf, gin tonic, pastillas para no dudar. El niño crece sin mostrarse; el protagonista se convierte, así, en un atrezzo ante almuerzos y cenas, cocktails de alto copete, desarraigado entre la minoría que es un país dentro de un país. De ahí la carroza que siempre es frontera, que Julius abandona pero continúa, esperándole, en el centro del jardín, como hogar y refugio, hasta que rompa él la alcancía y vaya en busca de la noche con los suyos. Es, en efecto, un recorrido literario en el que no aparece la población, sus conflictos, sus interacciones. Lo más lejos que Julius será capaz de traspasar las verjas de oro se detendrá frente a un piano violento, entre pasillos oscuros, cuartos con sombras de humanos que apenas hablan, que se encuentran lejos y alejan, en su meridiano, a Julius para siempre del mundo. Nada importa, Santiago ya está en Nueva York preparando su hereditario liderazgo, mientras Bobby camina en la rebeldía inmune a la reprobación, como un acto natural de los elegidos, casi sano. Esas dos etapas hacen de secuelas andantes los períodos de Julius que no veremos, que sus hermanos miméticamente nos han contando.
Un relato que duplicara su recorrido para que continuáramos siguiendo la plácida pasividad de Julius hasta su vejez nos hubiera aturdido igualmente con la desidia de encontrarnos ante a desesperada necesidad de buscar el redondeo de un relato que se desorienta casi desde el alumbramiento de su protagonista. Nadie nos remueve, ninguna despedida, ningún cuchicheo, porque todas son circulares; Juan Lucas bebe y disfrutan, siempre de la misma manera, con una convivencia frente a lo lúdico que de repetirse deja paso al tedio. Susan, mientras, se recoge el flequillo y asiente, y ya están todos muertos, la casa en llamas huecas, frente a un último banquete en el que Julius, en lugar de huir y refugiarse en la carroza pidiendo, con mucha fuerza, que al abrir los ojos todo cambie, ocupará su asiento y se hará una pregunta más, pero muy tímida, lejos de Mafalda, lejos de ser capaz de salir de los folios y abrazarnos al cerrar la cubierta.