Los usos y modos ante la muerte

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En ésas todos estamos, antes o después. En realidad, estamos muriendo desde el día en que nacemos, esa paradoja repetida que, como buenos occidentales de adosado y cielos poco nublados, somos incapaces de aprehender. Pues SuperNo. Estamos dualmente asesinados y defenestrados. En primer lugar, desde la ausencia empática que significa ver a nuestros semejantes, delante y detrás de la pantalla televisiva, reventar bajo explosiones inmorales, antidemocráticas, nucleares. Plenas de dinamita y trinotrotolueno, calurosas de desidia y lágrima boba. En segundo y definitivo, porque todo lo que queremos rescatar en ese tiempo perdido en discusiones, amaneceres de despertador, carreras rústicas y urbanas hacia las reuniones fundamentalmente aplazables, desprecio por las horas post labore como pasillo inevitable de la somnolencia, se convierte en estupidez vital a la hora de recibir un tieso cascote, seco e impertinente, a golpe de Richter como mandoble cristiano, musulman, judio o impenitente en aldea inocente, plena de abrumados insectos entre sacrificados sacos colectivos.
La desaparición física y real está en la consistencia de todos los temores que nos vienen acompañando desde el día que nuestro primer ascendiente consciente lo fue, a su vez, de su desgracia molecular. Ahora, miles y miles de lunas compañeras después, esa muerte que baila a nuestro temeroso son, bajo el paraguas tenue sobre el que descansa el dios de cada terror, se ha aliado con lo más bajo de nuestro estrato evolutivo, y con barba y corbata (apariencias éstas que han sobrevivido rítmicamente en la pista de estructuras sociales impropias de tiempo y resultado) compara la desgracia sinérgica (en su músculo cerebral poco juicioso) de un temblor espasmódico a ras de corteza terrenal con las pistolas silenciadas que hicieron daño furtivo lejos de las actuales urnas.
Morir sin espacio temporal para asimilarlo es el trauma de todo este larguísimometraje; Lo que esos totem de la eternidad occidental son incapaces de asimilar, desde sus atalayas pobladas de nobles materiales constructivos y tenedores repetidos a cabo y rabo, es que la destrucción de recuerdos, principios, esperanzas, sentimientos, amores y odios magníficos soporta el mismo gramaje sobre esa balanza que supedita nuestro azar diario, eterno. Ellos, los que no se bajan del torreón más que para repartir doblones compasivos a los súbditos heridos, son incapaces de asimilar la realidad colectiva ante la absoluta luz oscura que nos acompaña desde la gestación; fallecer bajo el sol del atardecer, arropados por las innobles maderas del banco del parque, acompañados de un suspiro honrado y cálido, es una excepción sólo al alcance de manos del porcentaje de potentados geográficos, despreocupados, que esa tarde, sin cielo y tierra plagado de bochorno y secura, de pobreza en tres dimensiones, se pueden permitir el lujo de perder los instantes que nunca le sobraron.
La millonada restante de kilogramos celulares, abonando el desecho orgánico que vuela y se asienta en este planeta caduco, no es más que producto orgánico expectante. ¿ En qué placidez instantánea nos sorprenderá el destello último? Ni idea, pero desde luego, a este lado del paraíso construído a golpe de lanza y bombarderos invisibles, tras el error de sistema masivo que venimos padeciendo en nuestra composición programática, ése que puebla las listas y pasillos de espera de nuestro sistema de desesperación sanitaria, las excepciones perentorias se convierten en centenario lamento, como si el fallecimiento fuera una desgracia; una consecuencia evitable del placer agotador que resulta de las horas muy muertas, repetidas frente a televisores de fotogramas perversamente alimenticios. Pues no. La espera siquiera puede planearse como el letargo de esa siesta relajante que acontece a las obligaciones vespertinas. La maldita consecuencia de lanzarnos vagina abajo es el rescate de nuestro alimentado organigrama para el concurso universal de la materia transformada cíclicamente.
A pesar de tanta inevitabilidad, el instante electoral barrunta expectativas mortales a golpe de potencial voto en la urna de sus intereses. Y no les avergüenza. Fallecimientos que, en el indigno juicio, esperan tras una papeleta que pisotea la suya. Mientras, el amanecer de horizontes horizontales, en línea recta hacia el juicio inevitable, se puebla de cadáveres que un minuto antes desplegaban sus multitudinarias esperanzas mañaneras.
Morir furtivamente, lejos del lecho atestado de herederos, cura y notario solícito, es el pan mordisqueado de cada día. Es la consecuencia estadísticamente inevitable de haber vivido. Que nuestros demócratas dirigentes aceleren esa extrajudicial sentencia con el timón militar de sus armas de destrucción inesperada, machacando la excusa de proteger otras santas virtudes con los dedos bélicos que aplastan a sus hormigas prescindibles, bajo las que se ocultan litros y litros de negra y viscosa supervivencia económica, daña el resto de minutos que nos quedan hasta el infarto hidratadamente carbónico. Hasta el infortunio plácido del ratero con navaja o el deslizamiento de ese neumático que hace un mes debíamos sustituir. También del prescindible cuello del libertador autónomo que bombardea nuestra acera, ése del que cuelga la medalla repartida de todos los que salvan su pellejo a golpe de escaño.

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