De manera permanente los que brillan, en amaneceres u ocasos de éste o áquel plan, no suelen estar en la portada de los títulos de crédito. Todo lo contrario; protagonizan los momentos memorables de nuestros recuerdos, de los más arraigados anhelos que hemos necesitado disfrutar como actores de vidas propias y ajenas.
Con siete mil millones de personalidades sobrevivientes, rebosantes de energías individualizadas a la hora de contemplar un destino, a medias entre lo que consideran predestinado y los cauces del riesgo que, gracias a las drogas, a tientas con la valentía propia de endorfinas incontroladas y especulaciones varias, poco podemos esperar. En realidad, poco podemos aprovechar. No obstante, estamos rodeados de grandes ciudadanos que pasan cerca de nuestra admiración, sin hacernos daño ni provocar nuestra insana envidia cotidiana y, por el contrario, calman la colectiva insatisfacción propia de estos tiempos, de estas desgracias multitudinarias.
Entre toda la maraña de caminantos (sin género, pero con prepuscio y clítoris erguidos, con altanería humana) irradian los secundarios amantísimos, de los que necesitamos su rostro y gestos, sus muecas espontáneas, para sentirnos con los pies bien amarrados al terruño. Estas consideraciones pueden suponer una sensación de neutralidad en lo relatado, una búsqueda hueca ante un panorama en el que los pitufos se encuentran lejos de las garras de Azrael; nada más lejos de la realidad, nada más cerca de nuestras emociones.
¿Quienes son y dónde están habitualmente? amarrados a sus respectivas existencias sin percibir su esencialidad para con la colectividad, algunos se esfuman por el sumidero de la Historia sin ser conscientes de lo necesario de su tránsito. Dejando de lado, obviando racionalmente los liderazgos machacones, sólo es necesario concentrarse en todas aquellas personalidades, las que nos rozan y las que nos soplan, aportando alivio para seguir subsistiendo. En ocasiones, hasta formando sonrisas y dando besos de buenas noches, planchando sabanas y edredones.
Hemos echado a andar casi sin parar, con una varita atizándonos el costillar con el vaivén de un ritmo atroz. Desde el comienzo de los pasos no tenemos descanso, no tenemos tampoco meta; sencillamente, hemos conformado un mundo en el que nos resulta esencial para la respiración un trote casi de desbandada. Lo que, con un toque de vanguardia, llamamos stress. Lo que realmente resulta de todo esto es que acabamos exhaustos al final de cada jornada como una sucesión interminable de marathones, sin puestos de avituallamientos. Siquiera sin medallas ni diplomas. De todo esto nos salvan los momentos en que podemos escondernos tras un árbol y beber de su sombra, dejándonos llevar por la existencia perdida. Los amigos secundarios acarician nuestros fatigadísimos hombros en esos instantes de recogimiento y, aunque sean incapaces de retirarnos definitivamente de este camino tenebroso, consiguen darnos algo de calma, formando los recuerdos que nos salvan de la masacre emocional de esta existencia nuestra no elegida.