Cuando se habla de «bipartidismo», imposible no pensar en esta idílica pareja. Entre ellos se fraguó, durante la última década del siglo pasado, un deja vu histórico de alto voltaje, actualizando el pucherazo de Cánovas y Sagasta a un centenario vista. Todo atado y bien atado. En las afinidades, en los intereses, se acaban encontrando los más irredentos antagonistas, si bien en el caso del binomio PSOE-PP cada vez resulta más complicado recordar si, en efecto, alguna vez desde 1978 y el primer gran acuerdo de las fuerzas ordenadas, que no de orden, en realidad fueron líquidos políticos divergentes. En el sumidero electoral en el que andan ambas formaciones metidas parece claro que los millones de votos que van a ir perdiendo serán succionados en la misma dirección de las agujas del reloj, esto es, a la derecha y a toda pastilla.
Felipe González y José María Aznar comparten más de lo que desechan en sus bifurcados senderos hacia el poder y el dinero. Han utilizado ambos como nadie, si no instaurado en versión alto copete, las puertas giratorias, desde Gas Natural hasta Endesa, pasando por asesoramientos de dudosa compatibilidad moral para con eso que ya no parece valer, como es el prestigioso cargo (o así debería serlo) de ex Presidente del Gobierno. Se alinearon y se dejaron de alinear con unos y otros dirigentes, pero ambos les rieron las gracias a Alemania, se confrontaron de pega y se amaron con Francia, y se postraron ante los Estados Unidos como jefes de todo esto, desde la OTAN que sí, que no, que nunca te decides, hasta postrar a España bélicamente en montañas lejanas plagadas de cadáveres inocentes.
Pero como su reino no es de esta Iberia en busca de nuevos acomodos en las instituciones, ambos han tenido unos buenos años para granjear sus correspondientes simpatías en tierras allende los mares y en conquistas pudientes. Esa visión, tan extensa como la codicia les permita, ha conformado que se alcen como discretos estrategas comerciales al mismo ritmo que se erigen, de cuando en cuando y tal y como se les exija, de faros de cartón piedra en la defensa del término más embarrado que puede leerse en titulares a cinco columnas: «Libertad». Coincidiendo con la próxima Cumbre de Las Américas, Felipe González y José María Aznar han reaparecido juntos y bien revueltos, junto a otros veintitres ex presidentes latinoamericanos, suscribiendo un manifiesto en defensa de ese supuesto valor supremo en Venezuela. Les acompañan en la cruzada caribeña dirigentes tan adorados en sus países de origen como puede ser el caso del argentino Jorge Duhalde, el colombiano Álvaro Uribe, el magnate mexicano Vicente Fox, el boliviano Jorge Quiroga o el uruguayo Luis Alberto Lacalle. Todos ellos comparten similar espacio en el curso de la historia, esto es, el abandono de las conductas que representan por parte de sus respectivas ciudadanías, si no, en algunos casos, hasta el intento de persecución judicial por acciones nada instructivas.
El grupo de los 25 se muestra tremendamente preocupado por lo que ocurre en un Estado que ha visto como el grupo político que ostenta la responsabilidad de gobernar ha vencido en 16 de los 17 comicios realizados desde la llegada al poder de Hugo Chávez, con ratificación de las principales instituciones observadores en cada uno de los procesos electorales; que ha conseguido disminuir radicalmente los índices de pobreza alimentaria y educativa del conjunto de la nación; o con avances de trazo grueso en materia de lucha contra la desigualdad. Esos mismos ex dirigentes, que retornan del pasado para imponer la visión del presente con la connivencia de las grandes plataformas de comunicación a uno y otro lado del océano, ¿Se preocuparon de levantar una mínima crítica a Pinochet en vida? Más bien lo dejaron retornar plácidamente de Londres a su cueva, en primera clase. ¿No tiene ninguno nada que suscribir ante la violencia estructural de México y sus países limítrofes? Calla, que son de los nuestros. ¿En qué medida les quitó el sueño las atrocidades de las monarquías árabes para con sus ciudadanos? Lo inversamente proporcional a los jugosos contratos firmados con las potencias saudies.
En Venezuela se libra una de tantas batallas del capital tras la desaparición de Hugo Chávez, con las mismas espadas en alto que aguardaban su momento desde la atalaya de Miami, el mismo faro que vigila Quito, La Paz o La Habana. En el caso del país caribeño, sus recursos energéticos lo convierten en pieza codiciosa que no puede dejarse escapar por más tiempo. ¿Alguien recuerda lo que sucedió en Paraguay tras el arrinconamiento de Lugo? ¿Preocupa la corrupción generalizada de El Salvador, Honduras o Guatemala? En el caso de nuestra ramplante pareja de ex gobernantes, ¿Ha osado suscribir acaso un párrafo solicitando la libertad del pueblo saharaui frente al expolio y destierro del ogro marroquí? Cuidado, que la libertad se escribe con Mont Blanc. Para la sangre, ya está la de los desaparecidos en el combate de la avaricia.
De tanto repetirse en según qué medios de según qué capitales, se empeñan en consolidar un Ministerio de la Verdad virtual que nos injerte la premisa de que Venezuela no es una democracia, que sus problemas de inseguridad son sinónimo de guerracivilismo, y que el desabastecimiento de sus mercados internos no supone un embargo multinacional encubierto, sino torpeza y crueldad de sus mandatorios, que se las ha olvidado comprar el pan y la leche al salir a tirar la basura. En ésas se encuentra el capital, y para él aportan su fidelidad nuestros pizpiretos ex jefes del ejecutivo. Mientras, en España, sus antiguas formaciones continúan idolatrando ambas figuras, a las que llevarán en procesión en los próximos comicios. Después se sorprenderán al verse en la obligación del fustigamiento, con borbotones de votos huyendo de esas heridas que la ideología, la honradez política y la auténtica libertad no son capaces de cicatrizar.
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