Las ideas matan… pero engordan

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Bajo el llamativo manto del titular ¿Pueden las ideas matar?, el investigador histórico Xavier Casals ha firmado un directo análisis en el diario Público acerca de la masacre producida estos días en la otrora pacífica nación noruega a manos y armas de Anders Behring Breivik, el aspirante a templario nórdico de opereta. Pacífica desde la atalaya de una sociedad opulenta, honrada y ordenada, no así en cuanto a su respuesta internacional como patria, siempre en primera línea en todas aquellas intervenciones que se les requiera, sobre todo por parte de sus primos norteamericanos, solícitos ellos a compartir esfuerzo, sudor, sangre… y riqueza. Así es Noruega, o así la vemos a menudo desde el otro lado del continente. Insolidarios burgueses, antieuropeistas. Y también educados, estructurados, discretos.
El impacto de una acción de tamaña crueldad, macerada entre tiros de gracia con munición prohibida y persecución a jóvenes indefensos entre las fronteras naturales de un islote sin atalaya, recovecos ni cuevas, toda ella sanguinariamente dispuesta gracias a la previa confusión de un bombazo en el centro neurálgico de Oslo, nos devuelve al terror descontrolado de asumir que vivimos empobrecidos, machacados por mercados insensibles e insaciables y, a la vez, rodeados de perturbados individuales o colectivos dispuestos a asestar mandobles a diestro y siniestro, encontrando frente a su mirilla de precisión enemigos gratuitos y desarmados.
Poco importa si el despreciable Breivik actuó sólo o en marcial conexión con sus camaradas de torpeza existencial. La mescolanza de ideas propias o confusamente arrendadas que pueblan su alopécico trono físico han sido capaces de tejer un panorama de horror difícilmente entendible en este tiempo y espacio. No obstante, de igual manera que, cinco décadas después de finalizada la II GM, han aparecido atemorizados combatientes japoneses ocultos en selvas, defensores últimos de la causa imperial, como transportados por H.G Wells hasta nuestros sorprendidos televisores, el despiadado asesino nórdico se acepta como una versión mejorada de los cruzados, impasible ante el sometimiento de las nuevas normas, convencido hasta la médula de estar protagonizando el resurgir de una Europa blanca, cristiana, dispuesta a expulsar al enemigo mahometano y procurar la paz de su dios y su civilización. Es en este punto cuando los extremismos convergen, cuando las pieles y los rostros desaparecen y se colorean con los mismos lápices. ¿Las ideas matan? desde luego está en su germen. Cualquier construcción teológica o politico-ideológica lleva insertada la necesidad de procreación, de imparable expansión y sometimiento. En algunos casos, los menos, ese anverso muestra el afable reverso de la transmisión de convencimiento; en ningún caso una idea se queda en casa, a salvo de la batalla cuerpo a cuerpo y dulcemente resignada a compartir sus años con una afable y hogareña minoría humana.
Para poder asumir, como civilización más o menos engranada, impactos dolorosos de esta naturaleza no vendría mal recordar que transitamos en un eterno retorno y éste, casi sin rastros de jet lag, debe situarnos en el inicio de nuestro alumbramiento, a la vera de Platón: nuestro paisaje, objetos y estructuras, aquel espacio donde desenvolvemos la supervivencia, es imperfecto e inacabado, deficiente y esquelético; en cambio, las ideas pululan en una atmósfera superior, concretas y rematadas. Todo aquello que hemos querido, a lo largo de nuestra reciente Historia, construir se posa sobre unos cimientos firmes pero a base de materiales porosos, blandos y humedecidos. Sin consistencia. Las ideologías pueden ser consideradas hijas ilegítimas de esas ideas primarias de las que todo surge, pero en todo caso mescolanza de la indisciplina humana, erráticas en su conducta diaria a manos de los hombres y mujeres que las defienden y postulan. Por lo tanto, incapaces como somos de rozar siquiera la deidad de las ideas, probablemente convendría tratar acerca de si pueden matar las ideologías, y éstas lo hacen, lo han hecho, y mucho. Las primeras, en cambio, ni matan ni deben matarse. Están fuera de nuestra mira telescópica, siendo ellas quienes nos apuntan con el gatillo de la advertencia.
En un planeta continuamente en conflicto, abierta o sigilósamente, donde caen fulminadas cientos de víctimas a diario en época de supuesta paz, la bala y la bomba, el afilado cuchillo en la noche, accionan su capacidad asesina movilizadas por una ideología, aunque en los últimos tiempos, de norte a sur, triunfe la capitalista a la hora de justificar el funesto acto de dar muerte al contrario. En lugar de acciones multitudinarias dispuestas a triunfar sobre dioses ajenos ó clases sociales dominantes y opresoras, las alevosas operaciones bélicas en busca de recursos naturales codiciados o las menos llamativas con ánimo de lucro individual a la vuelta de la esquina, responden al paso de la última ideología imperante, el mercantilismo 2.0. No obstante, esas construcciones filosóficas y económicas que han resultado razón de vida y muerte para la práctica totalidad de las generaciones concebidas también han supuesto el motor inevitable del desarrollo humano y el instrumento eficaz de renovación tecnológica y social. Las ideas, perdón, las ideologías matan… pero también engordan.
 

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