Las decisiones

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El grupo siempre ha sido de la opinión de que los fines son intocables y las desuniones solamente comprensibles cuando están aderezadas por hechos notoriamente de dominio público. Así, los demonios hacen su periódica aparición para advertirnos, recordar los entresijos de la realidad interna, esa sólo tuya o mía que compartimos a ratos y nos ocultamos cuando se despega todo aquel pegamento sensiblero que los impresentables de la decadencia califican como amor. Resurge siempre la alarma pero como hueca, porque sólo el tímido eco alcanza a un puñado de desafortunados del olvido que reclaman algo de realidad. Debe ser por eso por lo que relacionamos los abismos con el mal; los triunfantes receptores al poco tiempo se sentirán víctimas perpetuas, siempre cautivos por un sinfín de dudas cada mañana y nunca, desde luego nunca, satisfechos con la mediocridad que han elegido como acompañante de la existencia inmediata. Somos auténticos novios del recuerdo, de frustrantes y engañosas miserias del pasado, el mismo que nos ha convertido en lo que ahora somos pero a ratos de ombligo y radio mal captada, de corredores resbaladizos, despachos que amenazan y libertad de última hora.

Es por eso que andamos entre sombras que mascullan su autocracia sin excepciones perceptibles en un primer vistazo. La agudeza, o la demencia bien vista, resalta el brillo de las criaturas que se nos ofrecen y remarcan el fracaso que ahora abre la puerta y nos detiene en el intento de fuga, que impide que sequemos el trapo de las desdichas y relancemos el marcaje del capricho que aventura y obsesiona, que cumplimenta un rito sin desenlace pero tan tierno, tan de a ratos insondable que asusta; evocamos en ese instante la realidad global y podemos entonces afirmar un único axioma: el destino personal pertenece a otros, al resto, que también malvendió en única oferta, sin regateos, su rumbo a una colectividad a la que pertenecemos sin carnet. Bien mirado somos dueños parciales del camino ajeno; ése que, a fin de cuentas, acentúa la improbable objetividad de nuestro marco. Nuestro porcentaje de multipropietarios es, en efecto, escaso, pero aquí y allá disfrutamos de jugosas porciones de ese amigo temporal que aventura sus secretos por nuestro oído; de aquél abandonado que nos entrega sus decisiones, impaciente, en busca de resolución cobarde. Ese es el juego: alienamos la verdad del eterno compañero sin rostro para evitar que no hundan nuestros sueños liberados del agobio que desata el terror lúdico de tanta irrealidad, pactamos para no perder ficha. Quizás por eso los demonios vuelven a reclamar la presencia del valor de las adquisiciones tan nuestras, regresan para repetir el llamamiento cíclico a los desaforados a los que ya no sé si pertenezco pero cada noche, al enamorarme de mi colchón y acompañarlo hasta el amanecer, sueño con un eco de libertad que alguien me infunde sin haber tirado los dados, como un solitario.

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