Venezuela se enfrenta, poco más de una década después, a una nueva versión del golpe de Estado enmascarado. Si en 2002 la oligarquía del Estado caribeño se desarmó de paciencia y ejecutó por las bravas las intenciones más o menos sibilinas llegadas desde la mercadotecnia de la política internacional, doce años después sus estrategias y tácticas se han refinado con la misma pureza que lo hacen, a diario, los miles de barriles de petróleo que abastecen la maquinaria mundial como cuarto productor del orbe, eso sí, alimentando exclusivamente los bolsillos del Estado y, por ende, de las necesidades públicas de la ciudadanía venezolana.
En la foto, habitualmente, los soldados que comandan este tipo de iniciativas pierden su impostura parcial al no poder evitar, por pura vanidad política, estar siempre en la foto, en primera linea. Ya hace doce años un joven Leopoldo López, como alcalde de Chacao, se aprestaba a legitimar a Pedro Carmona como Presidente de la República de Venezuela, en un movimiento que violaba la voluntad popular sustentada en las urnas frente al ruido veloz de armas y aprensión del máximo dirigente democrático, Hugo Chávez Frías, que estuvo a un tris de ser perforado por las balas del interés del capital con el aplauso de cientos de cabeceras internacionales, referentes de la prensa, la radio y la televisión y en las naciones que se califican como la luminosidad de la democracia del orbe. Y ahí está la madre de todas las violencias, de ese poder del lenguaje que resquebraja, a la velocidad de la savia producida por sistemáticos montajes que crean una conciencia sin análisis, en cuanto al poco valor que le podemos dar, como contenido, al término «democracia» actualmente. ¿Democracia es inversamente proporcional a la capacidad de reescribir la historia o, con mayor especialización, hacerla tuya desde la pura vertiente del control de la reflexión fulminante, el titular sin titubeos, la codicia con demasiadas «groupies»?
Leopoldo López es, perdón por la insistencia, esa efigie de la doble moral del imperio de la «democracia occidental». Debemos respetar mayorías parlamentarias como si fueran sacrosantas divinidades temporales en el arte de desandar los caminos del derecho y el avance social, pero no seamos capaces de chistar ante algunas buenas imágenes de gente lanzando piedras, quemando contenedores y reclamando la caida de un gobierno democrático si esto resulta de interés para las multinacionales de rigor. No se atreva a hacerlo en su barrio por estos lares, so pena de «antisistema», «bandolero» y «terrorista». Pero en Venezuela es distinto, lo dice el señorito Leopoldo López, tras pasar por la preparación del buen golpista de etiqueta. Que aprendan los vivarachos populares en España; ya no bastan con subirse a un atril y ponerse un poco colorado transmitiendo falsa tensión al leer los eslóganes que escriben para ellos sus ujieres de la retórica. Para estar a la altura cuando queremos ganar por las bravas, quítese la ropa de rico, déjese zarandear en medio de gente a la que no se arrimaría ni en un partido de fútbol, y déjese convertir en martir cuando transmute de delincuente a mártir por gracia de sus medios afines.
En Venezuela hay un gobierno que ha alcanzado la mayoría electoral y social durante quince años de manera consecutiva, pero especialmente débil en cuanto a la fortaleza que necesita demostrar ante el enemigo exterior, y resulta complicado desmontar la farsa cuando la neolengua permanente que ha aprehendido la legimitidad del vacuo término demócrata decide volver al contraataque; El gobierno bolivariano no permite emitir a la cadena Telesur, palabra de capital (nada se dice que en Colombia o Estados Unidos los dueños de este medio tampoco han obtenido licencia por cuestiones que nada tienen que ver con cuestiones ideológicas). El gobierno bolivariano cierra medios de comunicación (En Venezuela el 80% de los medios de comunicación son de control privado, y la audiencia total de éstos supera el 90%). Y etcétera, y etcétera. Pero, sobre todo, lo que ocurre en Venezuela es, precisamente, lo que como consigna nos obligan a aceptar cuando la normalización del pecunio duerme sin roncar: que aceptemos lo emanado de las urnas, que seamos mayoría silenciosa, que salir a protestar está muy feo para el poder y para nuestras carteras. Allí, como no hace nada en Honduras o en Paraguay, el poder real (y vaya sí duele tener que escribir de este modo que nos hace parecer paranoicos gracias, precisamente, a machacar esta terminología en la cinematografía o la literatura como si fuera patrimonio de tarados o conspiranoicos) no piensa esperar en la bancada minoritaria ni un segundo más. Y quema con su dinero las calles. Y pone el resultado de la auténtica democracia como desquiciados visionarios, amigos de otros descerebrados, y a una población hambrienta, asustada, que necesita rebelarse para conquistar su territorio. Y lo vemos en la lejanía, y lo ignoramos. Y, si nadie lo remedia, una nueva quiebra a la honestidad humana se producirá en pocos días frente a nuestra miopía de hombres y mujeres con la mente en gangrena.