Hay tantos bancos donde sentarnos por primera vez…

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…, tantas farolas que aceptar como prenden cuando, sorprendidos por el paisaje a baja altura, toman esa primera calidez anarajanda que nos apertura la tonalidad de detalles desapercibidos cuando el sol lo toma todo y nos disgrega. El planeta se encuentra plagado de espacios que podrían resultar exactos para cobijar nuestra particular melancolía, pero se encuentran a largas manos de un inaccesible billete de avión y, doble barrera, ocultos de la inmensa mayoría de instantáneas y fotogramas que pasan a lo largo de esta vida por nuestra captación visual.
Sin embargo, desde cualquier ventana, con silencio y paciencia, tenemos a pocos pasos ese espacio que ahora nos pertenecería si, al tomarlo en pacífica conquista, alejáramos inmediatamente las toneladas de pavor que nos fueron colgando a cada recuerdo imperativo de los días anteriores, desde esta tarde necesitada hasta, marcha atrás sin retrovisor, los ojos viscoseados de asombro cegador y matriz nostálgica, el primigéneo ejemplo de la supresión memorística; la lección sobre cómo el recorrido está traspuesto de sombras que necesitaríamos como vital avituallamiento.
Hagamos la meláncolica prueba: Cuanto más emerge el balcón, el prisma de los refugios urbanitas se percibe diáfano, tras la vida apresurada. Si obtenemos la paciencia necesaria para disfrutar la presencia de un gato no tardaremos apenas en aprender que su curiosidad es nuestra carencia. La luz artificial se pronuncia, imperceptiblemente, eliminando el círculo de refugio que nos servía de balsa de arena; se expande y, aunque nos resta, nos lleva aún más lejos, ampliamos los dominios del escondrijo y, al ritmo de las sombras que huyen despavoridas, sonreímos tímidamente con el balance de las nuevas tierras y sus correspondientes arrugas, lodos, nidos, habitantes sin ciudadanía.
Desde esa luminosidad en altura no se estila echar la vista abajo, buscar los recovecos en sombra que pueden suponer verdadero hogar, muralla china a poca altura como sumidero de la angustia y, a la vez, manta caliente, almohada en llamas, donde sólo parece existir lo destartalado sin alma hogareña. Es tan particular cuando el ladrillo y el cemento tapian la entrada y la salida de la luz, como una decisión irracional, intolerantemente humana, imponiendo el fin de habitabilidad para aquello que rezume aún el colmo de aliento receptor, una puerta en bienvenida sin timbre ni recibidor, puerta solidificada, puerta que dice adiós a su ánimo de ser puerta, que nos deja fuera y nos prohibe cerrar los ojos y los oídos en su interior, hasta que el rectángulo vivifica en vivienda nuestro descubrimiento.
En cualquiera de esas perfecciones abandonadas por la acelerada mano del progreso que hacina y mancha, que ya no huele a tierra mojada, está a la espera un refugio sin olores, plagado de recuerdos que hicieron las maletas y tomaron el rumbo de sus antiguos habitantes, sean éstos carne y hueso de nostalgía, de huida con dolor de escapista, o bien artesanos de la transformación, lo que quiera que eso signifique. De este modo resulta sencillo echar una cuenta de baratillo y asumir que alrededor del planeta nunca habrá espacio en blanco permanente, imposibilidad de hallar patria en soledad. Según se camine, así la valentía o la desesperación lo permita, habrá un farol que, a estas alturas de la tarde, arrancará su oficio de iluminador del nuevo reino. Y, nosotros, mientras los voltios se expanden, hacemos cuentas, con una sonrisa de total melancolía, del valor que ese banco cálido nos entrega como inicio de una vida renovada.

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