Se queda uno la mar de tranquilo, arropado en casa, tal vez a unas cuotas de ser desahuciado, o volviendo a dejarse seducir por el tumulto tintineante que entra y sale de las rebajas a cuota y fuego de tarjeta de crédito, cuando tras la sangre llega la ley, vigorosa, con más calorías, presta a no dejar espacio para las ondulaciones sociales y la violencia antisistémica.
Y es que es cosa de paz, propia de nuestro confortable occidente humano, trastear con los cuerpos legales en momentos de marejada con rachas de fuerte marejada, según las kalashnikov de cotrabando se encasquillen más o menos. Cuando azota el vientecillo de la intolerancia, efectivamente, incomoda tanto su ritmo firme sobre la opinión de cada cual como el tornado que se genera ante y frente a la libertad de expresión, esa damisela que abre y cierra la balconada antes de que amaine la tormenta. Pero la dirigencia, eficaz y nada pusilánime cuando de cubrirnos las espaldas tocan, ya se ha pertrechado para subir, valerosa, a reparar el pararrayos antes que sacudan más balas atronadoras sobre la palabra y el hecho.
Poner negro sobre blanco, una vez nos tiñe el rojizo de la intolerancia, tal vez con demasiada ceguera indómita cuando de poner taquígrafos se ha tratado con más potencia de la contratada, es colocar ley sobre ley. Y la que en cada momento copa el montón parece contener más hormigón que su predecesor tocho. Tranquilos todos, pues, porque no hay sistema de garantías más eficaz que aquél que tiene normativa para todos los gustos y colores, permitiendo calificar diferentes actividades presuntamente delictivas con tantos disfraces como la alarma social de turno requiera. Rabiando el pánico, se disipa la muerte.
La calle en toda Europa vuelve a recuperar la placidez de los espacios muertos, sin ventisca. Una vez manifestados en placentera comandita dirigentes de aquí y de allá, abrigados como crías indefensas y temerosas de misma camada, cada cual ha vuelto a lo suyo pero con el buche saciado en esa retroalimentación globalizadora que hace que el control de la ciudadanía encuentre justificaciones a miles de kilómetros, como quien tira un trompo a sabiendas que lo de menos es su baile. A legislar se ha dicho, que las armas las carga el ordenamiento jurídico. Bien sabe la dirigencia que las arrugas en nuestra calma chicha son producto de unos cuerpos normativos demasiado laxos, faltos de hidratos de castigos.
Si no le gusta tener ojos sobre cualquiera de sus privados movimientos, es que no entiende en qué consiste la seguridad y sus inevitables estrecheces democráticas. Y si la manoseada libertad de expresión le da olor como a moho inconstituyente, entonces es cuestión de ir a contracorriente casi por vicio, y para eso no se alarme que le están preparando un cocido de soluciones con tanto ingrediente como permita el articulado penal patrio. Es por su bien, no lo olvide, más cuando las calificaciones de los delitos se vengan engullendo, como un agujero negro, hacia el epicentro de dirimirse todos con rostro de terrorismo, de organización en pillos colectivos, de culpable de los malos. Usted mañana puede no ser un chorizo, sino el acaparador de recursos para banda armada familiar. Tenga ojo, guarde distancia con la incorrección y el delito, allí donde la frontera se establezca, y aunque esté a punto de rozarle hasta en la alcoba. Pero, no lo olvide, también tenga fe. La democracia sólo quiere protegerle.
En el tajo, amigo Tinejo.
Un abrazo.
Pepa
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