Foto velada

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NewYorkPostRelata el refranero de uso cotidiano que una imagen vale más que mil palabras, pero no es del todo cierto o, como suele suceder en este tipo de afirmaciones que saltan inconscientemente del cerebro a las cuerdas vocales, encierra tanto de cierto como de erróneo. La publicación, hace unos días, de esta instantánea en The New York Post, donde puede contemplarse la fatalidad abandonada de un transeunte a punto de ser engullido por la maquinaria de un vagón de metro en un andén de La Gran Manzana no revela ninguna exclusiva periodística, pero si deja al descubierto lo solos que nos encontramos cuando la hora punta nos provoca un falso cobijo de sentirnos seguramente rodeados.
Ésta es la última foto velada del periodismo inmediato, que nació desde el mismo día de la invención de la cámara fotográfica y que exponencialmente carga sus imágenes a medida que las nuevas tecnologías han democratizado la constatación gráfica de cualquier escena cotidiana, aunque ésta resulte anodina o, como ocurre frente a la muerte abandonada, carezca de interés informativo en tanto en cuanto alumbre, ahí sí, un hecho de lo más noticiable: la prioridad por el impacto frente a la sensibilidad social.
NiñosMuertosSea en medio de la pretendida civilización y sus normas de consultas salteadas, ocurra en tierras que se nos muestran únicamente cuando la sangre se derrama por bandos sin clasificar pero presentados con la parcialidad del que toma y nos incita a tomar parte, los ojos inertes, el pavor ante el acontecimiento definitivo de sangre y sombra, arramblan con toneladas de morbo a velocidad de crucero, entre presentadores que ensayan una gestualidad cariacontecida para acusar, presuntamente doloridos, al terrorista sin juicio que, nos aseguran, comete la barbarie de masacrar espinazos infantiles con la misma celeridad con que pasan a modo sonrisa para anunciarnos las ventajas irrefutables de una pasta dentífrica. Muerte y venta, venta y marketing; venta, en definitiva, de productos y prejuicios, en media hora, a cinco columnas.
La crisis del sector informativo no puede, en ningún caso, servir de excusa para una lacra que viene emanando hace décadas desde los despachos superiores de las redacciones, desde aquellas dependencias donde las máquinas de escribir antes y los ordenadores portátiles ahora nunca han tecleado más que cartas de despido. El respeto por la profesión es consustancial al narrador que, en la fabula más atormentada, traslada el relato de lo vivido bajo el ritmo de la poesía sin prisas. Informar no significa, no puede en ningún caso, empaquetar en un dispositivo de letras o imágenes, a velocidad de vértigo, las escenas de mayor truculencia para servir de complemento al segmento de variedades y cotilleos. No es menos cierto que las responsabilidades en cualquier ámbito suelen trasladarse en doble sentido; para eso siempre existirá el ideólogo que rechazará las responsabilidades y afirmará que se vende lo que se demanda. El juego de siempre, la excusa que todo lo enturbia. Qué grado de verdad puede tener una mezquindad así en una etapa en que el sector de la información zigzaguea por el período más indeterminado, frágil y errático de su historia. Se podrá también esgrimir que esto ocurre porque, con las múltiples redes sociales y el consiguiente acceso a la democratización que internet ha supuesto para emitir juicios de valor y opiniones varias desde cualquier lugar en la mano, los medios tradicionales deben buscar formatos y propuestas capaces de proteger su espacio de negocio.
Pero la confusión y la trampa de medir los párrafos en peso de potencial venta, aderezados con imágenes como las expuestas, sólo alcanza a aplastar la vendimia y dejarla al sol; con la piel churruscada frente al flash constante somos incapaces de olisquear el mosto vital que se filtra y desaparece, alimentando el terreno inadecuado.
 

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