Epístola sosa

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El pueblo regresó ayer a la Casa de Gobierno; parece una paradoja, pero es más complicado de lo que se supone. Al pueblo resulta sencillo desinformarle, quitarse la corbata y echar mano de la camisa blanca para infiltrarse desde el micrófono alto y parecer que se es de donde no se nació. El pueblo no son todos, porque hay unos poquitos, bien dispuestos, que están fuera y sólo se rozan cuando toca meterse mano con cierta profilaxis cerca. O a veces ni eso; la voz se puede adaptar al tono que mejor suene, con las palabras en solfa, en rima, en falsete,  y entonces el pueblo no cree pero algunos despliegan fe, deconstruyen la estructura colectiva, y así se mantiene esa melodía bajita que va perturbando el tímpano pero mantiene el yunque y el martillo sujetos.
Ahora me dice el pueblo que ha recuperado el oído musical. Suena bien. Cuando eso raramente ocurre es cierto que se despliega una quinta sinfonía que no cansa durante los primeros días, por todas las calles, pero el temor se despierta cuando empiezan a fallar las baterías; surge ahí un desasosiego que nos incinera en casa, pegadito al balcón en combustión, siempre con la ingrata percepción que las recargas se han pasado de voltaje o, a veces, se retienen en el lío de las aduanas portuarias y la burocracia del desgobierno. El pueblo ahora está en las escalinatas de su hogar, lo rellena todo, y abandona las apreturas de sus celdas, de sus estadios futboleros, sus salones y garajes de baile, para celebrar en comunión estrecha las ondas de un nuevo cambio. ¿Quedará ánimo para confiar que no hay máscaras en las camisas blancas que se han lavado a mano? Desgraciadamente, hay pasos del pueblo que no andan, y eso siempre ocurre. Hay pasos que no se fían de las avenidas construidas para el paseo y prefieren mantenerse en las callejuelas sin iluminación, confiando en el rayo que de vez en cuando pasa y les permite zigzaguear entre tinieblas. Se conforman con eso. El primer paso para salir a pasear es entrar en el aula, pero claro ¿dónde queda? ¿cómo se va a tientas, sin linternas ni velas, sin cera que forme costra en la palma con tal de entrar en la primera casa del gobierno de uno, para gobernarse por todos y a todos?.
Qué tristeza de ingenio, dicho sin exclamaciones. Yo he visto permanentemente a la multitud huyendo como si comenzaran a derribarse ladrillos, con velocidad fulminante, sobre sus extremidades. Pero ese temor que he presenciado era irreal, era cobarde. La realidad puede resultar mucho más devastadora; ya son los hospitales en metástasis, con la rotura ósea succionando todas sus columnas, o aquellos colegios que pierden el gusto por la letra y el número, hambriento todo lo inerte sin la savia honrada. No es una cuestión de cascotes sino de rascacielos. Así es todo el derrumbe, salvo en la Casa de Gobierno, ajena al termómetro Richter, pero sin nuestra residencia de puertas adentro.
 
 

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