Ellas sí necesitan escoltas

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Hace unos días hemos asistido a un nuevo asesinato cruel en España de una mujer inocente a manos de su antigua pareja, aumentando a once las víctimas de violencia de género en lo poco que llevamos de año natural. El Vicepresidente primero y Ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, reconocía en rueda de prensa que, en este caso concreto, el protocolo de actuación había fallado estrepitosamente, ya que existían denuncias previas y orden de alejamiento, pero nada impidió la ejecución de la vileza a la que, incomprensiblemente, nos estamos acostumbrando casi a diario en las portadas de los informativos.
La violencia de género, como especial manifestación de la maldad humana, aparece en nuestra cotidianeidad desde muchos ángulos. Su diabólica representación en el acto final, cuando un proceso de maltrato, persecución y acoso finaliza con la destrucción física de un individuo, es lo que, desde la lejanía del titular o la noticia televisiva fugaz, nos golpea unos segundos, pero a nuestro alrededor conviven permanentemente expresiones de esos estadios anteriores; entre nuestra vecindad, nuestra familia, nuestro entorno laboral y social se camufla el infierno cotidiano que, mañana, puede saltar a los medios de comunicación como una cifra dolorosa y, para ese entorno, para nosotros, como la constatación de que el mal no está ahí fuera, lejos de nuestro castillo protector.

Campaña contra la violencia de género en Chile

Los protocolos que se ejecutan a partir de una denuncia se han ido perfeccionando y complementando, con medidas judiciales aceleradas, un mayor seguimiento policial y, en caso de órdenes de alejamiento, métodos sofisticados del estilo de pulseras de localización con tecnología GPS. No es suficiente. Once fallecidas en tan solo un mes y medio; ochenta y cinco durante el año anterior. Cifras escalofriantes, al nivel sanguinario de un grupo terrorista armado hasta los dientes. El problema es que, en esta lacra, nos enfrentamos a un enemigo permanentemente disgregado, diseminado a lo ancho y largo del territorio nacional. Del planeta. Y, sobre todo, a un enemigo que cada día, por culpa de una educación que mantiene constantes mensajes machistas, capta nuevos simpatizantes a su perversa causa.
Erradicar su cantera es una cuestión que exige tiempo y compromiso, desde la formación en los planes educativos hasta el control estricto en los mensajes que se emiten desde las plataformas publicitarias e informativas de toda índole. Pero vigilar y atrapar a sus miembros y, sobre todo, evitar la existencia de nuevas víctimas es algo en lo que no se pueden escatimar medios. Aún se mantiene un desproporcionado cuerpo de escoltas, sufragado por los contribuyentes, protegiendo objetivos absolutamente inexistentes en lo que a la violencia de ETA se refiere. Escoltas que, en ocasiones, se utilizan más como parte del decorado de boato de algunos políticos que como necesidad real en función de su cargo. Ese dispendio se mantiene sin chistar, con crisis o sin ella, con peligro o sin él. Mientras, objetivos reales miran todas las mañanas a ambos lados de la calle al salir del portal, reciben llamadas amenazantes a cualquier hora del día y la noche, suspiran de alivio cada tarde al comprobar que sus hijos regresan del colegio. De la muerte las separa una orden judicial o una pulsera, mientras cientos de escoltas montan guardia contra un fantasma.

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