Un verano especialmente caluroso, unido a una realidad de amputaciones presupuestarias que han desviado el gasto preventivo y de concienciación a la lucha activa contra las llamas, ha vuelto a poner en el disparadero de la opinión pública la facilona queja a raíz de una supuesta mano blanda para con los pirómanos conscientes, responsables activos del 90% de los conatos e incendios estivales que venimos sufriendo en la práctica totalidad de las comunidades españolas.
Esa retahila de opiniones viscerales, alimentada por debates televisivos que buscan sangre y rabia sobre las brasas de miles de héctareas calcinadas, es el éxito del amarillismo, de la misma manera que tenemos que soportar el populismo que exige cadenas perpetuas, mano dura, a cada ruptura del orden social amplificada por los sectores desinformativos de costumbre.
La cuestión no admite bandolerismo del utilitarismo ora supuestamente periodístico, ora político. La aprobación de un Código Penal, como miembro vital de un cuerpo legislativo en una nación desarrollada, reclama una estructura espiritual que proyecte un sendero cierto de los grupos de acciones punibles y sus correspondientes consecuencias procesales en función de la gravedad que la sociedad sobre la que desarrolla su orden reclame. Pero, insistimos, la seguridad jurídica resulta clave para no extraviarnos por los diferentes títulos y capítulos que componen su armazón. Así, el texto de 1995 que el poder legislativo nacional aprobó con la necesidad de consenso y puesta en valor de distintas sensibilidades legales que reclama una ley orgánica estableció como elemento supremo de protección la vida humana, asignándole las responsabilidades penales más elevadas, pero estableciendo como principio supremo el equilibrio con una política de reeducación y reinserción del reo, todo con el interés de pacificar en la medida de lo posible los conflictos que surgen entre los individuos. De igual manera que los Códigos de las naciones vecinas, el ciudadano emerge como elemento principal de protección, encabezando un esqueleto que debe siempre sostener su equilibrio normativo. Así ocurre, así suele ocurrir, hasta que la excepcionalidad vitaliza el radicalismo facilón, la exigencia de castigar en fuera de juego.
¿En qué circunstancia queda nuestro ecosistema cuando es allanado? ¿Qué responsabilidad soportan los culpables que de manera dolosa desertizan por varias décadas el espacio natural que disfrutamos? El artículo 45 de la Constitución regula, como principio rector, los siguientes apartados con el objeto de inspirar el desarrollo normativo para con la protección del medio ambiente:
1. Todos tienen el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo.
2. Los poderes públicos velarán por la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de la vida y defender y restaurar el medio ambiente, apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva.
3. Para quienes violen lo dispuesto en el apartado anterior, en los términos que la Ley fije se establecerán sanciones penales o, en su caso, administrativas, así como la obligación de reparar el daño causado.
Y, de este modo, el Código Penal del 95 desarrolla el mandato constitucional en su artículo 352 y siguientes con respecto a los incendios forestales. Otra cosa es que su contenido y escala en el sistema de responsabilidades sea discutible, pero no olvidemos que hasta cuando un pino se abrasa, la normativa penalista busca antes víctimas de carne y hueso que de hojas y resinas. Así, los que incendiaren montes o masas forestales, serán castigados con las penas de prisión de uno a cinco años y multa de doce a dieciocho meses. Si ha existido peligro para la vida o integridad física de las personas, se castigará el hecho conforme a lo dispuesto en el artículo 351 (de diez a veinte años de prisión), imponiéndose, en todo caso, la pena de multa de doce a veinticuatro meses. Por lo tanto, dada la apabullante diferencia de responsabilidad en el caso de que haya un ser vivo de por medio, nos encontramos, en realidad, ante un caso específico de homicidio o asesinato, atenuado en el caso de que sólo perezcan miles de árboles y vida animal que permiten nuestra existencia colectiva.
La desolación de nuestros bosques, con especial énfasis durante el presente mes de agosto, viene acompañado de uno de esos simplones debates acerca del mencionado endurecimiento, per se, de las responsabilidades que no respeta la dificultad que supone construir un cuerpo penal que nos sirve de referente seguro para proteger nuestros múltiples intereses. Tal y como hemos decidido regularnos, el Código Penal se alimenta de un antropocentrismo moderado, y así ha sido porque quien redacta las leyes de los hombres y mujeres son precisamente sus representantes humanos, no el resto del entorno con el que convivimos. Reclamar puntualmente la necesidad de ser implacables con los pirómanos significa alimentar el ansia humana de venganza, queriendo así amputar y modificar el genoma de nuestro Código Penal; si por cada acción de notable repercusión nacional modificáramos la escala de penas, agravando tipos de manera aleatoria, nos aseguraríamos, precisamente, un entorno de sinrazón procesal, además de un retorno al talión, a la bestia que hemos ido domesticando generación tras generación.
Otro paisaje resulta si nuestra sociedad, de manera meditada, entiende adecuado el viraje penalista hacia un Código inspirado en teorías de ecocentrismo moderado. A fin de cuentas, de lo que se trata es, fundamentalmente, de evitar el mayor número de delitos posible así como de dar respuesta a aquellos que produzcan una repercusión de dolor o rechazo mayor. El impacto social que, por ejemplo, ha provocado la destrucción del 15% de la masa forestal en la internacionalmente protegida isla de La Gomera implica consecuencias para el total de sus habitantes durante varias décadas, así como producirá pobreza y dolor a miles de ciudadanos. El asesinato de un individuo a manos de otro acciona la desconfianza, el horror, el daño, con una onda expansiva mucho más limitada tanto en el espacio como en el tiempo. En el ser humano está vislumbrar si nuestro natural egocentrismo debe superar la repetición penalista de conductas que, cuando la realidad nos golpea, sacan al excepcional vengativo que llevamos dentro.
Amigo… Continuemos… a pesar de las estupideces diarias, de recortes, de doctrinas, etc..
Un abrazo.
Sin bajar ni un punto la velocidad, efectivamente. Debemos continuar, cada día con más confianza y energía, para que eso equilibre lo terrible que ocurre al otro lado. Abrazos grandes.
Grande y solidario
¿Y si a los pirómanos se les tratara con alguna figura semejante al terrorismo e incluir en el delito la agravante de intento de asesinato? Se trata de un delito gravísimo contra la economía del país, contra el medio ambiente y contra la vida de las personas. Ya es hora de que la ley sirva para disuadir a los viciosos de las cerillas…
Desde luego, estimado Javier, la gravedad es máxima. Pero así debe reconocerlo el espíritu integral de un Código Penal nacional, con una reforma integral de sus prioridades en el marco de responsabilidades. Realizar modificaciones puntuales va pervirtiendo el sentido de una de las columnas fundamentales de un sistema legal democrático. Casi 20 años después de su aprobación, ya está bien de violar su sustancia fundacional y puede ser el momento para adaptar sus bases a la realidad actual del Estado.
Nos alegra verte en tu Casa Querida!
En mi opinión, al igual que la violencia de género, sólo se conseguirá con educación. Tenemos una de las poblaciones reclusas mayores del mundo, lo que podría darnos pistas de que no es la insuficiencia de castigo el problema.
Efectivamente, una sociedad formada en el respeto sacrosanto al entorno humano y natural con el que convive alivia muchas de las necesidades coercitivas para imponer el equilibrio. En la pena, salvo en su elemento disuasorio, está la solución.
quien arrasa miles de hectáreas no es un pirómano, sino la política forestal, cuando exista esta se dentendrá aquella. Es indistinto el origen de la llama primigenia de un incendio forestal, sino el estado de la masa forestal, que hará que esta tenga consecuencias debastadoras
saludos
Quien arrasa miles de hectáreas es un pirómano, lo que no quita que los montes deben ser protegidos con la misma diligencia que nuestras calles y avenidas. En ellos se juega el equilibrio de nuestro futuro, de nuestro imprescindible ecosistema.
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