Ángel Sanchis, uno más de esos tesoreros históricos que han volado, gaviota en ristre, desde la casposa Alianza Popular al muy sofisticado Partido Popular, ha reconocido entre chascarrillos de aquel que se siente impune, que organizaba cenas, a medio millón de pesetas el cubierto, en su humilde morada, para recaudar algún dinerillo con el que construir aquella imberbe democracia al gusto de los paladares más exquisitos. Financiación de andar por casa, nunca mejor dicho, con la buena voluntad de ese capital tan por encima de transiciones, reformas y voluntades electorales. En esas mesas la caras han podido ir transfigurándose, de tal modo que sus respectivas naturalezas se han hecho más o menos visibles a lo largo de los años, pero el anfitrión principal ha devorado con el mismo apetito nombres y corbatas, esbirros de almuerzo a la carta y de menú de sidrería. Pero, fueran las que fueran las viandas, envueltas en primorosas privatizaciones o con aroma a ladrillo deconstruido, los comensales que se han reunido para enarbolar sus cuchillos nada inofensivos, vigilantes a babor y a estribor con tal de que nadie les hurtara el pan untado de manteca gorrina, siempre han sido esbirros de su propia clase, social o política, mancomunados en el interés común, superior, que les ha venido convocando alrededor de mesas financiadoras.
Puntualmente toda la parafernalia ha estado dispuesta, fiel a su cita, pero la sillas tienen invariablemente el tarjetón de turno con el nombre de su poseedor, y ahí el mayordomo nunca se sienta a la mesa. Cada cuatro años, a lo sumo, prueba a hurtadillas alguna sobra, recibe un efímero aguinaldo de condescendencia, pero el resto de veladas se queda a apagar los focos, recoger la mesa, soportar con estoicismo el desaguisado de los comensales. Suspira y continúa su jornada, día tras día, con alguna protesta en forma de ronroneo histérico, sin saber como desahogarse lejos de la pajarita, del silencio pacífico, contaminado frente a una continua contradicción entre su órden y la anarquía que pueblan las butacas que sirve.
Quizás los cambios de uniforme, de talante, de catres y de manera a la hora de recibir el salario haya confundido nuestras atribuciones alrededor del capitalismo como forma de supervivencia, que no de vida. El dinero no entiende de menú colectivo, de café para todos, y estas dos décadas de prórroga ideológica que ha sobrevolado la superficie de los compromisos de portada, mayoritarios, con Fukuyamas y otros sommeliers de áspero paladar, se han topado con la soberbia programada de implantar la dieta única con aderezos de pega, hierbajos alrededor del plato con el único propósito de ocultar la escualidez de las raciones.
La lucha de clases como motor obligatoriamente engrasado en la rueda del materialismo histórico resulta imperecedero en la condición humana, en la sempiterna batalla por aspiraciones contradictorias que chocan con la necesidad de rebañar las bandejas antes de que sean retiradas. Y para aspirar a que las banquetas sean rotatorias, proporcionadas desde el entrante hasta el postre, no se admiten reservas. A partir del despertar mayoritario, aunque a cuentagotas, acerca de la podredumbre que se teje entre el poder financiero y político, el militar y el control de los recursos naturales, las farmacéuticas y la tiranía de los padecimientos desterrados de cura, la salvaguarda del interés mayoritario ha quedado detenida; un quinquenio de reconocida crisis se ha tornado, por fin, en el escenario real: la amputación de la mano invisible para sustituirla por una prótesis guiada para abofetear a las clases medias, desterrándolas de aquellos privilegios inevitablemente otorgados como contrapeso frente a la tentación marxista y lanzándolas al cubículo sin fondo conocido; hoy es un recorte salarial, mañana la privatización de servicios públicos esenciales y así hasta donde la ciudadanía lo permita, con la única frontera subterránea conocida en el trasluz de la semiesclavitud.
Lo que Sanchis, Naseiro, Lapuerta o Bárcenas han tejido no ha sido más que sentar a la mesa, en pequeña escala, a invitados que representan el asociacionismo de la minoría. Ésta se obceca en afirmar que son el problema y la solución, a sabiendas de haber sido descubiertos, desde el contubernio con los que vienen accionando las teclas para revertir cualquier estado de bienestar hasta la búsqueda torpe de nuevas excusas para demandarnos altura de miras, paz en las calles, mesura hasta los próximos comicios, mientras envían a las fuerzas de supuesta seguridad a apalearnos más cuanto más civilizado es nuestro comportamiento. ¿El zorro que cuida de las gallinas? Ni mucho menos, el capital es mucho más refinado: espera a la puesta de huevos para sustraérnoslos mientras nos acaricia el plumaje seco, ignorando el piar de nuestra tímida desolación.
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Aderezada la «normalidad» del ex tesorero con «señorita» para arriba y para abajo o que poco menos, todos los partidos hacen lo mismo.
Un abrazo.
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