Desde que las sábanas comienzan su tarea de protección inicio la lucha por un sueño que me descanse, imaginando fantasías de héroe universal como alternativa seria a los borregos saltando mecánicamente la valla de sus desconsuelos. Pero nada más entrar en esa situación de dominio ficticio, la irrealidad me vence con su presencia completa en situaciones soñadas, echándome de menos, rogándome que intentemos querernos como se quieren los ancianitos más lúcidos de este planeta.
Transcurren dos horas y mis hazañas no consiguen un espacio completo para desplegarse, dejando paso a amoríos de sirvienta de media tarde con manzanilla; me dejo vencer y olvido lo irreal para rememorar lo único cierto, que es triste y es mío. Casi siempre un tímido beso que ni consigo saborear pero que me reconforta de entrada, al menos al reconocer su rostro, con sus rasgos aniñados mientras me obsequia con ese andar horizontal que siempre me turbó; repesco nuestros pocos diálogos (casi siempre telefónicos) y nuestros encontronazos furtivos. Son las cuatro y es cuando me asaltan las primeras lágrimas incontenibles, al recordar con inquietud de sonámbulo consciente que fui yo el que desmembró el rito. Es en ese instante cuando alcanzo a comprender que todo consistía en algo tan tormentoso pero a la vez dulce cuando se consumaba como un juego sin reglas fijas pero entabladas a medida que se desarrollaba la partida. Había que resignarse y aguardar el siguiente encuentro sin planteárselo; ni mucho menos se podía acosar al contrincante. Creo que es el único juego del mundo en el que en lugar de querer aplastar a tu rival lo que deseas es abrazarlo, amarlo con una ternura meridiana, pero ahí entra una prohibición absoluta. Nada de cuestiones definitivas, todo ha de estar marcado por una absoluta transitoriedad.
La recuerdo demasiado a menudo y quizás por eso la partida ha quedado prácticamente anulada. Es una magnitud impredecible pero parece cerrada de par en par; todo se me desliza en esta suerte de aventura incontrolable a la espera de un último movimiento, la culminación de una serie interminable de reencuentros con la salvedad ineludible de no añorarnos. Yo lo intento pero cada día me cuesta más cumplir con todo, a veces deseo que se convirtiera en la unión aburrida y costumbrista de todos los humanos, llegar a odiarnos, pero en ese mismo instante me resigno, después de tanto tiempo, a un último momento, mínimamente más intenso que los anteriores, en el que relucieran las autenticidades de esta situación que en realidad sólo adivino de soslayo. Ah! Pero si consiguiera una victoria o una derrota definitiva. Me conformo con unas diplomáticas tablas…
Hay relaciones que nos dejan en permanente vigilia, que nos atan a ellas, dejándonos en un limbo sin victorias ni derrotas. Nos sumen en un permanente vaivén constante de emociones encontradas. Son duras y duraderas, encima. Se dilatan, alargando finales sin tablas de salvavión y sin quedar en tablas.