El espíritu de Sócrates

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El discurso social que ha emanado alrededor de la recientemente finalizada Copa Confederaciones, celebrada en la opulenta a partes desiguales Brasil, ha dejado un vencedor ilusionante: la ciudadanía. Hacía mucho que el deporte de masas no sólo no conseguía enmudecer la realidad que transcurre, infecta, lejos de las taquillas y el graderío, sino por el contrario este evento ha dejado mundialmente al descubierto que se acabaron las glorificaciones indemnes al dios de la amnesia.
Socrates1Y es que recibimos con resignado despiste la certeza de que las grandes citas deportivas en general, frecuentes en lo cotidiano cuanta más distracción se considera de utilidad en tiempos como los actuales, funcionan como principio activo de la dormidera ciudadana; no hay espacio para detener la fiebre pre, in y post competitiva, con sus resultados, análisis y chismes varios, que permitan desviar nuestra bobalicona distracción para que nos dé por tomar conciencia de lo que sucede, a lo largo y ancho del globo, lejos del parquet lustroso, del fértil prado. En Brasil, por el contrario, se creó un diálogo inverso entre jugadores y aficionados a principios de la década de los 80, en los últimos retazos de una dictadura herida de debilidad cínica. Fue la denominada democracia corinthiana que, con el genial Sampaio de Souza Socrates al frente, estableció ese vínculo entre una masa de seguidores que encontraron en el estadio un espacio de elección y reflexión, trasladado ésto a unas grietas que fueron solapándose con voluntad de doble vía. El liderazgo de El Doctor resultó determinante como referente más allá del arte del balón; diversión y compromiso, todo en uno, todo tan necesario para conjugar la necesaria participación activa en los cambios sociales y en la distracción puntual frente a la exigencia colectiva permanente.
La antigua colonia portuguesa, instaurada macroeconómicamente entre la élite mundial y con una tasas de crecimiento envidiables, ha ocultado tras el circo de mundiales y juegos olímpicos varios, su renovada fragmentación entre capas ciudadanas, mientras a lo lejos la información, como es tradición de los antiguos dominadores con respecto a los territorios de ultramar, ha venido tratando con miope condescendencia los barrios en sombra, el hambre raquítica, todo adornado con la alegría, el carnaval, la supuesta samba permanente de unas necesidades que a los ojos de este lado se llevan con folclórica gracia. Pero no, el fútbol no lo es todo, ni siquiera para el país de los pentacampeones, y los desterrados por el reino de las mayores riquezas han salido a reclamar lo que es suyo, lo que les deniega hasta quien gobierna asegurando que nació entre ellos. Y nos asombramos. Y, algunos, son capaces de exigir incluso que no se mezcle el transilium con la bebida de burbujas. Y nos hablan de imagen, y de irresponsabilidad, como si la pelota, por redonda, tuviera más equilibrio que cientos de miles de mentes en lucha. El ruido y las pancartas que exigen igualdad y justicia social han encontrado aliados en la herencia que ha transcurrido desde las rayas blanquinegras de la conciencia de Corinthians, ahora en los nombres y los mensajes valientes de las principales estrellas del firmamento brasilero; no ha habido fisuras en el discurso, desde Neymar hasta Thiago Silva, con la retaguardia de Rivaldo o Romario, y esta unidad que despierta lo que se pretende aletargue ha supuesto la proclama que, en definitiva, ha arrinconado a un gobierno, como tantos otros acostumbrados a detener a golpes la demanda de equidad frente al reparto de lo colectivo. En un tiempo de fragmentación de clases, de crisis ficticia donde los tendones ciudadanos se desmembran, dejando a ambos lados tiras tiernas y podridas de masa desigual, la fiesta en sombra creada para que el expolio pase inadvertido ha supuesto, en Brasil, el efecto contrario.
Platon1De este Sócrates contemporáneo, en un eterno retorno, en ese devenir que enfrenta ideas y clases sociales a lo largo de los tiempos, emergen platónicos discípulos, hermosos, heroicos, que han dejado de temer las sombras que guían, como simios feriantes, sus temores desde las primeras cadenas de contratos y marcas publicitarias. Tal vez suponga un optimismo exacerbado considerar que han abandonado la cueva de esa alegoría que, de forma permanente, los ha convertido en timoratos gladiadores, sin vida fuera del escenario de cánticos, victoria, focos, espectáculo. Pero supone uno de esos pasos que esperanzan porque no han transmitido el más mínimo mareo o desequilibrio. Lo que a este lado del Atlántico supone un doble lamento, al constatar que la amnesia no se globaliza, y que los de la camisa roja no usan ese color más que para cumplir su bien pagada esclavitud con los patrocinadores.

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