El día de mañana

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ElDiaDeMañanaSi Justo Gil levantara la cabeza se encontraría muy satisfecho en un escenario repleto de eternos aspirantes a suceder su innoble profesión, dice Tinejo Sánchez. No es que las modas de la traición vayan y vengan, mi mucho menos. Los chivatos del presente no temen al disparo en la cabeza, a quemarropa, ven la impunidad fácil y el dinero aún más fácil. Justo sí que lo tenía complicado, con tanto tiburón en busca de océano. Eran otros tiempos, que duda cabe, y con su pinta, tan deteriorada, tan de derrota, hoy no podría aspirar ni a un puesto intermedio en cualquier lista electoral de provincias. Que va, lo suyo era el anonimato a cara descubierta, es lo que tiene de bondadoso el fracaso instrumental. Yo no lo conocí personalmente, nada más que por referencias, pero resulta imposible no idolatrar la figura que he sido capaz de construir con los retales, muchas veces épicamente tijereteados, de ese fantasma coleccionista de cicatrices en un alma que nació muerta. Los que han llegado hasta hoy con la memoria de Justo alojada en algunos recuerdos imprecisos, influenciados por el tecnicolor de unos paisajes que se nos han emborronado a fuerzas de querer verlos en modernista tridimensionalidad, son incapaces (qué incongruencia) de detectar a todos los indirectos profetas que escampan sus respectivas miserias a cambio de mucho menos que una redención silenciosa. Porque Justo era la Rata que agarra a primeros de mes cualquier detritus sabiendo como se paladean los aromas de los buenos propósitos, de la carne sin pudrir, con el engaño de los primeros años visualizando toda una vida por delante. Cuando una puerta se cierra, otra ya se está torneando ofreciendo una luz que puede aclarar la vista de la misma manera que consigue cegarte definitivamente y la imprudencia posee esa ignota energía que siempre tira por el camino más incómodo, de mayor atracción.
Pues, como decía, de la misma manera que Justo puso el cuerpo en busca de balas hoy en día estamos rodeados de roedores a porrillo. Están en todos lados, aunque resultan más complicados de exterminar no por cierta piedad hacia el devenir de sus respectivas conductas, sino por culpa de haber asimilado una falsa convicción de que la desratización ha finalizado y podemos abrir la opinión sin nada que temer, dejar nuestras sabrosas opiniones en el quicio de la ventana con la confianza de que van a enfriarse sin temor a la rapiña, a la desnutrición ciudadana. Transitan por otras cañerías, pero al caer la tarde continúan sentándose alrededor de nuestras mesas, frente a frente en cualquier barra, y atraen con una sonrisa inofensiva la necesidad de interactuación que todos llevamos debajo del brazo. Se arriman para sellar la estafa, para hurtarnos el derecho a no salir con miedo a la calle, arropados por ese escenario que nos dicen pluralista, seguro, confortable. Estamos rodeados. Pero Justo no se sentiría orgulloso, en realidad nunca fue vanguardia de ninguna traición profesional. Donde él se vio obligado a situarse miles lo estuvieron antes en el curso de la historia, si bien en la nuestra su recuerdo es el paisaje más concreto, de mayor exactitud, con respecto a qué significa desaprovechar el valor para malvestirlo jugándote el pellejo en todas las bandas. Cuidado con los síntomas, con el tintineo de mazmorras sin habeas corpus, con el golpe por la espalda cuando ya te estás marchando, con el dedo acusador de aquél que, en el preciso momento de fatalidad, se transmuta en la versión de un Justo que ni siquiera aprovecha sus ensangrentadas monedas traicioneras para poner los primeros ladrillos de una redención retrasada.

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