Dos lágrimas caribeñas

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El jueves santo de los católicos exportó al Caribe lo grisáceo de sus fastos en recogimiento. De aquí y de allá, las dos aguas, tibias y cálidas, ardorosas en todo caso, de Barranquilla a Ponce, partieron las virtudes de dos castellanoparlantes de alta fábula. El anverso fue la previsible y mundialmente lamentada pérdida de Gabriel García Márquez, con toda sus letras ya solidificadas en la memoria del respeto, la admiración y las vías rápidas de aquellos millones de lectores por llegar. Pero también, superando el secano del DF para divisar las aguas isladas de la lengua popular, el reverso se cobraba el ritmo del sonero Cheo Feliciano, en una curva cerquita de casa, con todo el ritmo aún musculado, con unos 78 años plenos de salsa y sabor.
CheoMarquezBlanco y negro plagado de color, florido en ritmo de música y letra, de prosa y verso. Una noche y dos lamentos. Uno a la espera, el otro inesperado. El primero, con las necrológicas interesadas en imprenta y con la tinta seca hace demasiadas fechas; el segundo, irrumpiendo en las redacciones como un tono desafinado. En todo caso, los lamentos se conjugan con esta manía persecutoria de mirar atrás sin desenterrar lo ya conocido, lo ya disfrutado. Ambos nos han dejado el cénit de sus respectivas virtuosidades, y a través de sus tonadas los conocimos y admiramos, no más allá. No dentro de sus salones, ni a través del recogimiento de sus malas tardes, sus noches incompletas y, probablemente, sin pausa con exponencial manera inversa. Gabo y Cheo persiguieron el reconocimiento popular, tenían quienes escribieran y alabaran sus trayectorias artísticas, pisotearon la pobreza desde continente y la ínsular para acercarse al mar, mirar al horizonte, y saber que el mundo completo era su incompleta frontera.
CheoMarquez2Es indudable que van llegando otras voces, pero la nostalgia debe alucinar de tal modo que cada uno de estos mastodontes de la Latinoamérica más universal no puede caer sin provocar un tsunami que parece conformar olas sin fin. La lengua castellana, la voz del otro lado del océano, perdió hace más de medio siglo su monopolio, su control, con la aparición de funambulistas tan temerarios, con tanto atrevimiento para asomarse a través de los visillos en llamas.
Al ser coétaneos meridianos de los privilegiados de verlos en movimiento, instrumentos sofisticados de ahora en adelante, resulta complicado cerrar un libro, bajar el sonido, y no sentir como que nos vamos con ambos, como si estando tan lejos su arte no estuviera sentado a nuestra mesa más allá de las fechas señaladas, llegando sin avisar en tantas ceremonias improvisadas que hoy, a tantos, nos saben un tanto agrias. En cada amanecer, de solo pensarlo un poco, provocaba un mullido remanso sentir que el planeta daba vueltas con tipos tan existencialmente voluminosos también embarcados. Normal que se apeen antes, que salten por sus bordas dejándonos tantos salvavidas por si el atraque queda a desmano; de todos modos, nadie sabe en qué condiciones llegaremos a puerto, pero cuanto Caribe ha quedado con el agua helada en estos días, encallándonos, gélidos, en el trópico ahora en silencio.
 

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