¿Qué te he hecho yo en una mañana de accidentes y prisas, desarbolada casi sin sol, para agredirme ya sin máscara? Yo, y tantos, prácticamente todos los danzarines con horario, estamos más que acostumbrados a reptar ante los pliegues de los callejones, salir por piernas frente al más mínimo vértice de esquina sombreada, con esos perfiles oscuros en el suelo que nos alertan de la presencia amenazante tras los cientos ochenta grados de ladrillo ocultador. Pero hoy… tan desprovistos, tan por la espalda; un día más, un comienzo de semana que arrastraba la saca de miserias turbulentas de las que nos hemos provisto a modo de cáncer mohoso y, de todas formas, ha sido intentar correr la avenida y recibir el palo seco antes del arranque de pies secos, sin suela. La intersección entre la nuez y la mandíbula se nos plegó como un abanico de papel filatélico, enredado por la baba interna, mezcla de sangre y gorgojeo gástrico, hasta derrumbarnos en un infinito negro carbónico. Negro asfáltico, negro del todo negro, con los ojos precintados de pestañas y lágrimas densas y párpados con llave. Absolutamente el color de colores. O el color neutro. La nada pero el dolor, el padecimiento nervioso de tanta intensidad que apaga el sol interno y ni siquiera es sufrimiento físico porque todo el hardware neuronal reinicia su sistema con la lentitud de la prudencia superviviente. Ahí nos quedamos, me quedé, tendidos con pinta de muerto y tal vez estándolo un rato, un plazo generoso para sortear la curiosidad del garrote que puede tentarse a repetir hasta el remate, hasta el cortocircuito confirmado. El trabajo finiquitado. Una muerte de un rato, ocultando nuestra vitalidad de mínimos en una especie de ciénaga cerebral que no retira la barrera de la mirada tras todo lo cerrado. Parece que el garrote se distancia, unos tumbos a modo de tambores arrítmicos lo previenen desde el cuadro de control de emergencias, pero no recuperamos constantes suicidas, no amamos perder la esperanza en la siguiente paliza prevista, en derruir el calendario de rounds sin puntos, masacre de impostores a los que ninguna placa, ninguna sirena persigue. En cambio nuestros cuerpos (todos ellos tan fetales sobre la mancha que es nuestro horizonte urbano, nuestro campo picajoso y con zumbidos de moscas en busca de lo descuidado) producen rabia sin ternura, miseria de silencio interconectada. Efectivamente, a lo lejos, por todos los ángulos, nos revitalizan el alma del terror, la única que ahora activa nuestras palpitaciones, los tum tum tum razzzz de las botas intensas, como pisoteando sobre una superficie acampanada, mientras se nos irritan los tímpanos con el garrote de textura metálica rayando, formando olas picadas que chocan nuestra sordera, toda la desorientación que previene la conveniencia de, irremediablemente, mantenernos finiquitados, horizontales. Sigo en la noche de un lunes que no ha empezado.