Cospedaleando

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Cospedal1Érase, que por desgracia sigue siendo, una señorita de provincias castellanas que desde su más recia mocedad sintió la llamada conversa para erigirse en una unida de destino en lo cospedacional. Y, así, andando por lo inciertos senderos de la floreciente democracia, se armó de un «de» y la formación básica al objeto de abalanzarse al mundo con las armas de conservadora mujer que su naturaleza le había otorgado. Por el camino sintió el biológico y muy cristiano deseo de alumbrar parentela con categoría de descendencia, y a falta de varón de su raza que pudiera entorpecer la aventura aún en período de brotes azules por un quítame allá ese esperma, se dio a la aventura de la maternidad sin comandita. Y olé.
Desde tierra de secano y leyendas, obtuvo por el camino los poderes más valorados allende las fronteras machengas, y se alzó, navajera desde la finísima hoja de corte que raja sin notar la herida de manera inmediata, a la caza de su sitio en el mundo popular. Es el de Cospedal un feminismo inverso, una justicia particular, demasiadas verdades simuladas. Así, de Toledo a Madrid, del Cigarral a Génova, la deriva del Partido Popular se vio encauzada en medio de las hordas rojas por una pulcra señorita que quería verse bien primero a ella misma, y más tarde a su alrededor.
Cospedal2El poder real, por partida doble, desde el centro del reino y como virreina de uno de esos territorios de intramar que parecían inaccesibles para los nacionales, le llegó con una sonrisa de autoconfianza siempre instalada en su impoluta aura de haber cumplido la misión que se había propuesta antes aún de pisar una facultad. Incluso su solitaria batalla comenzó a destilar fisuras, y optó por el asociacionismo romántico o, lo que debe suponer puertas adentro del Palace, optar a nupcias a partir del común amor por el crecimiento mutuo. De qué tipo, todo queda para plazos diferidos, inversiones de la mano que toman uno u otro camino en función de como florezca la primavera política. Y aquí acaba su necesidad masculina en el transcurrir de la leyenda cospedaliana, el resto debe llevarlo de fábrica. El resto de varones con ánimo regio se han venido convirtiendo, directamente, en enemigos de la causa, reducido ya el mundanal borde que rodea lo que ocurre alrededor de su efigie carnal a unas pocas habitaciones institucionales y políticas, adornadas con más o menos cámaras gráficas en función del humor, el tinte, las ojeras y el look de Bernarda Alba que toque en función de alumbrar o bajar la luminosidad de sus vericuetos como mujer políticamente fatal.
Cospedal3Santa en su negritud, su trayectoria es la fiel constatación de que el recorrido humano es cíclico de manera inexorable. María Dolores de Cospedal, disfrazada para la ocasión, pasaría elegantemente desapercibida en cualquier corte tres siglos atrás. Hoy, expuesta a la incomodidad de la renovación cuatrienal de sus poderes, se ve en la necesidad de someter sus virtudes y acentuar sus debilidades, que ni siquiera se puede confirmar que son, que existen, que las sufre. Es una princesa solitaria, acorralada entre machos que se sienten herederos, que la sienten enemiga; instalada voluntariamente en un machismo que adora, que le pone. Con Luis Bárcenas comenzó su reto por girar la tendencia en ese micromundo que es el suyo; poco después ha continuado con sus antecesores Álvarez-Cascos y Arenas, a sabiendas que renunciar públicamente al trono no eliminar las conspiraciones de palacio. Y ya se atreve a asomar su mantilla donde se posa la corona de otro paciente resistente, indeterminado en su clase, poderoso en el universo aún más minúsculo en que se ha convertido su entorno. Señalar está muy feo, pero érase que por desgracia sigue siendo este cuento sin moraleja a la vista.

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