– Don Pedro, ¿se va a dejar la barba a estas alturas?
Rígido, inquieto en busca de su mesa hurtada, con su botellín de cerveza sin hogar pero como arma arrojadiza, apostada aquí y allá en busca de retiradas de desconsuelo hasta rescatar el espacio de tea, el precario prejubilado sonrió, como de costumbre, con una amabilísima desgana.
– Sí, decidido. Hasta que se me tapen los crímenes y sólo se me vean los ojillos.
Risas colectivas, inevitables. Don Pedro acompañó con sus labios agrietados una cierta carcajada de parroquianos adoctrinados pero, en realidad, no sonrió lo más mínimo. Así fue con el retumbar de tambores marfileños al compás de «tres, cuatro días. Una sombra que no pique». Todos continuaron manteniendo el compás de ji, ji, como es usted, Don Pedro, pero las mesas continuaban invadidas de no residentes, de invasores que continuaban dilatando sus posibilidades de cinismo. De educado cinismo.
Su botellín era ambiguo, una especie de trashumante de conversaciones y soportes en busca de cueva que dejara de ser residente amable temporal para convertirse en propietario huraño. La cortesía de Don Pedro siempre anda por el finísimo hilo de la demagogia general de este caminar presente: todos aceptamos la calma tensa que permiten las buenas maneras, a sabiendas de la hoguera que se dilata en brasas de altísimas pulsaciones, de cuadro clínico, de tensiométro en el disparadero. Él lo sabe, lo reconoce, pero su marquesado en la terraza en inerte lluvia aplaca cualquier rebeldía moral frente a la sumisión de dimes y diretes, copas aceleradas en su cristalino vacío.
Sin derecho a la culpa ni a la piedad, estas Taifas que acechan cualquier rincón, que amedrentan hasta los gritos balompédicos, pueden trasladarse como piojos precisamente barbudos; la rebeldía de una pulcritud costumbrista, de ese germanismo tácito en la holgura de la dejadez en tiempos de calurosa ventisca, de refugio casi criminal, supuso la constatación de que todos dejamos el vello imperecedero como síntoma del futuro pluscuamperfecto. Don Pedro seguía sonriendo maliciosamente, pero su muy punible egoismo perdía toda lógica frente a la paciencia, al divertimento, a la rendición de que su espacio existe cuando otro abandona el castillo con luna.
Todos se fueron presos de las horas intermedias, de media semana, de medios soles, de relatividad universal en esa obscuridad de la noche que no presta arco iris redentores. Triunfo completo, sillas vacías. Abrió el periódico, barba de tres días, en desarrollo, en rebeldía. Al ver la primera imagen, sin texto, recuperó las grietas de esos labios que no se acostumbran a los roces puntiguados de la pelusa trigueña. Pensó entonces en Beccaría, en Stuart Mills; tal vez los leyó, distraido, incómodo con el picor de la anarquía facial, y comenzó a entender que su libertad individual, en soledad, no resultaba lo ariscamente trascendente que se pretende cuando la verja comienza a chirriar en vía de cierre.
Un abrazo amigo
Gran abrazo de vuelta.